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Dice Leonardo Sciascia en una nota al final de ‘La bruja y el capitán’ que lo que él hace, escribir, no se puede considerar un trabajo: “trabajar es hacer aquellas cosas que no nos gusta hacer”.

Es frecuente disfrutar con el ejercicio de un determinado oficio o profesión, de modo especial, con los tradicionalmente vocacionales; pero pensar que no es trabajo si te gusta y que, por tanto, no vas a dejar de hacerlo aunque sea excesivo el esfuerzo, ha podido llevar a algunas empresas y administraciones públicas a abusar de sus empleados.

El debate está en los medios, en las redes sociales y en los centros sanitarios, por lo que afecta a los profesionales que allí desarrollan su tarea: “La vocación supone a veces una trampa que conduce a la precariedad laboral“. La respuesta de algunos de los que se sienten explotados, a menudo los más jóvenes, no se ha hecho esperar: “Que le jodan a la pasión; pagadme”.

En el caso de los médicos, el que ahora nos interesa, es significativo que el debate se haya abierto después de la pandemia, cuando la implicación de estos profesionales fue tildada de heroica y aplaudida a diario. Posiblemente, la razón habría que buscarla en el olvido en que cayeron todas las promesas que entonces se hicieron de mejorar la precariedad laboral que padecían y que había sido dramáticamente demostrada en aquellos días.

El problema no es banal. Para que la relación médico-paciente sea provechosa, precisa de confianza, y esta confianza se basa en el primero de los principios del profesionalismo médico, el que se refiere al altruismo, procurar el bien ajeno, en este caso, el del paciente, aun a costa del propio, el del médico. Ni las fuerzas de mercado, ni las presiones sociales, ni las exigencias administrativas deben poner en peligro este principio.

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