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Recientemente, acudí a un curso sobre Salud Mental. El profesor refirió el siguiente experimento sobre el comportamiento de los animales: Estando el roedor recluido en su jaula sin posibilidad de escapatoria se le aplican diferentes situaciones estresantes, es decir, se le hacen todo tipo de maldades como variar permanentemente su horario de comidas, no permitirles dormir, colgarlos por la cola o aplicarles pequeñas y desagradables descargas eléctricas; con el mismo comportamiento unas veces se castiga y otras no. El tema de la experimentación con animales no es el objeto de éste artículo, así que sigamos con el experimento. Al principio, el animal tenía la respuesta normal de huída, si bien era inútil. Al cabo de un tiempo se le hacía lo mismo pero dejándole abierta la puerta de la jaula y sin embargo, no intentaba escapar. Había perdido sus mecanismos de defensa naturales. El sufrimiento, la experiencia previa de la inutilidad de los intentos y el desconcierto, habían acabado con su capacidad de respuesta.
Esto se llama síndrome de indefensión inducida.
¿Será algo parecido lo que les sucede a las mujeres que sufren maltrato y no huyen incluso teniendo las condiciones apropiadas?
¿Está correctamente valorada la patología mental del hombre que maltrata? ¿Es debilidad extrema de carácter y por ello, necesidad de mostrarse fuerte de la única manera que sabe? ¿Es pura maldad? ¿Es un mal acomodo de los roles sociales cambiantes? ¿Es impulsividad irreprimible? Los obispos ya han encontrado la respuesta, pero mejor no oírla, ¡es lo que nos faltaba!

 

Concha Ledesma

Publicado en «El Adelanto», 21 Febrero 2004

 

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