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Puestos a exagerar, a mi me ha dado por llamar al hospital con el nombre de un conocido centro de ocio de la ciudad. Ir al hospital es hoy día, para demasiada gente, acudir a un lugar de encuentro, un acto social.
Quién diría que allí la gente tiene sufrimiento e incluso hay quién agoniza y muere, y que además, hay gente intentando hacer su trabajo lo mejor que puede, incluso hay quién se la juega por sus enfermos.
Enfermo, del latín «infirmus» que quiere decir no firme, echado, declinado. Sí, los enfermos están declinados (por eso a los lugares donde se les cuida se les llama clínicas), unos más que otros pero todos lo están, y mientras tanto, a su alrededor bulle la vida impertinente, vocinglera, suenan los mil y un «tiroliros» estridentes: unas notas metálicas de Vivaldi, Bach, un pasodoble, o un poco de bosanova y las voces: «sí, estamos aquí y bla, bla…»
Las puertas del hospital están abiertas de par en par, tanto en horas de trabajo como en horas de descanso. El descanso cura a los enfermos, más que la tecnología; la reflexión tranquila y sosegada de los que trabajan en el hospital cura también más que la tecnología.
El médico pasa la visita de la mañana, se abre paso casi a codazos entre la masa de gente que transita por los pasillos, entra en un pequeño despacho con 15 personas, para estudiar el caso. Hace falta espacios y tiempos para la reflexión de los profesionales.
Hace falta respeto para el infirmus: En una cama una enferma agoniza, trabajosamente, respira sus últimas bocanadas de aire bajo la incrédula mirada de sus seres queridos, al lado o tras la puerta, otra gente ríe, recibe llamadas, entra y sale, conversa: «¿Sabes? me encontré con fulanito que ha venido a ver a no se quién, me dijo que tal y tal… Voy a bajar a la cafetería hace mucho calor, podían poner el aire acondicionado, no hay quién aguante aquí.»
Concha Ledesma. El Adelanto 16 Julio 2005

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