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En la década de los años noventa, acudía a mi consulta una pareja de ancianos a recibir atención sanitaria. Pero como en tantas ocasiones, un día dejaron de venir, porque les era muy difícil desplazarse en sus circunstancias.

A partir de ese momento, desde el centro de salud procedimos a su asistencia en el domicilio de forma continuada, no sólo ante el requerimiento de los pacientes o familiares, sino acudiendo de forma programada a valorar su situación clínica, las condiciones en las que desarrollaban su vida, su casa, su alimentación, su entorno familiar, sus cuidadores.

Así la conocí. Era una magnífica cuidadora con la que, pese a las dificultades que suponía hablar diferente idioma (ella ahora habla un perfecto español y yo no sé una palabra de ucraniano), nos entendimos muy bien; cuidaba a la pareja de ancianos primorosamente.

Pero, además, en nuestras conversaciones introducía aspectos sorprendentes, por lo precisos desde el punto de vista médico. Le pregunté, y me contó que era médico en su país, Ucrania, que había venido a España en busca de seguridad y prosperidad para su familia y lo había hecho sola, en un larguísimo y azaroso viaje en autobús, salvando incluso algún momento de peligro.

Vivía en casa de sus empleadores, gente, a su vez, buena y cariñosa. Anhelaba volver a reunirse con sus dos hijos y con su marido, que habían quedado en Ucrania.

Pasaron unos años en los que trabajé con ella, siempre cuidadora metódica y dedicada de la pareja de ancianos. En ese tiempo, siempre sonreía con la mirada, atenta a su tarea. Pero seguía en su soledad, su inquietud y su incertidumbre por el futuro.

Un día la vi particularmente radiante. Aún recuerdo la sonrisa llena de felicidad mientras me contaba que iba a reunirse con la familia, que venían a España sus hijos y su marido, médico también.

Ahora viven en España todos, y la familia se ha ampliado. La pareja y uno de los hijos incluso trabajan en el sistema de salud español. Sigo manteniendo amistad con ellos, y me han permitido compartir momentos de enorme alegría.

Y vivían tranquilos, queridos en sus lugares de trabajo.

Pero ha estallado la guerra.

Conozco otras mujeres ucranianas dedicadas en España a cuidar ancianos. Admiro su valentía. Mujeres que velan por toda su familia, emprendedoras, llenas de coraje. Admiro su valor y buen hacer profesional, su capacidad de sacrificio y su ilusión por mejorar la vida de los suyos.

Pero ha estallado la guerra.

Siempre que inicio la clase que dedico a Actividades Preventivas de la Salud, lo hago diciendo que la primera condición para poder desarrollar un sistema sanitario basado en la solidaridad es LA PAZ, un sistema en el que todos los ciudadanos puedan ser atendidos por igual y puedan llevar adelante actividades saludables. Alguna mirada escéptica percibo siempre entre los estudiantes.

Lamentablemente, seguro que ya no hay escépticos.

Es imprescindible LA PAZ.

Emilio Ramos

Publicado en Salud a Diario

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