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Mis compañeras, notablemente más jóvenes que yo, eran las encargadas de las sesiones de vacunación en las residencias de ancianos de nuestra zona de salud. Pero aquel día todo coincidió para que yo fuera el médico de la jornada de vacunación en la residencia.

Llegaron más dosis de vacunas, ya estaban creadas las agendas de consulta y hacía más de siete días que yo había recibido la segunda dosis. Tenía, por tanto, el 90 % de posibilidades de estar inmunizado frente al coronavirus. Se trataba de una actividad sin complicaciones. Los días anteriores no habían surgido mayores contratiempos, y todo estaba preparado al detalle por la residencia y por Sacyl.

Llamaron de la Gerencia. Se retrasaba media hora el inicio de la vacunación… Aproveché el tiempo repasando los pacientes con los médicos de la residencia y pude apreciar de primera mano lo bien que se habían hecho las cosas en ese centro. Y empecé a sentir que había emoción en el ambiente, entre los residentes y también entre los trabajadores, que esperaban ese día muy ilusionados. Y me di cuenta de que era el último día de vacunación. Por fin vacunados… Yo también me emocioné, porque sentí en mi piel su ansia de libertad después de un año sin poder salir, sin poder ver a sus seres queridos, un año temiendo enfermar y morir, como había ocurrido con algunos de sus compañeros.

Cuando llegó el momento y los residentes comenzaron a desfilar tan ordenados, tan dignos, atentos a las instrucciones, colaboradores, arreglados y elegantes, me parecía que sus achaques habían desaparecido, que se movían sin dificultad, que oían perfectamente, que veían bien… Qué alegría sentimos todos, qué suerte poder estar allí participando en esa ceremonia tan feliz y esperada.

A finales de marzo, también estaban ya vacunados todos mis pacientes ancianos en sus domicilios, vacunada la enfermera, los residentes y yo mismo. Se daban las condiciones y comenzamos a realizar, por fin, las visitas programadas a los domicilios, es decir, sin la solicitud expresa del paciente. Esperábamos tanto ese día…

Y visitamos en primer lugar a M., que vive solo y con quien habíamos mantenido contacto telefónico durante todo este tiempo. Visitamos después a J. y a H… Y de nuevo surgió la emoción. Había transcurrido un año desde que tuvimos que confinarnos. Ir a las casas de los pacientes conllevaba un riesgo enorme de llevarles la infección por coronavirus. Un año desde que empezamos a contactar sólo por teléfono, a estar preparados si fuera preciso, pero también a temer que enfermasen, miedo a enviarlos al hospital, miedo a tanta soledad.

Cuando volvía para casa, pensaba que la sociedad había conseguido una proeza, obtener vacunas útiles contra el coronavirus en sólo un año de tiempo, pero no para todos. Me acordaba de las gentes que conocí trabajando en Bolivia, San Javier, en la comunidad de Berlín-Los Troncos y en el barrio Plan 3000 de Santa Cruz de la Sierra. Y recordaba también la reflexión recogida en el artículo escrito el 7 de abril por la Dra. Gloria Alonso, La llamada de la vacuna. Hasta el año 2023 no era previsible que se vacunaran allí. ¿Cuántos enfermarían antes de vacunarse, cuántos morirían y en qué condiciones se podría realizar su asistencia?

Y reflexionaba sobre las lúcidas palabras de Joan Benach:

«A mediados de marzo de 2021, se habían puesto en el mundo unas 330 millones de vacunas (apenas 4,5 dosis por cada 100 personas), pero en muchos países no había aún ningún vacunado. ¿Por qué? Pues porque aunque las inversiones en la investigación de vacunas son básicamente públicas, su producción y comercialización está en manos privadas debido al acuerdo de 1995 sobre ‘Derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio de la OMC’ (TRIPS), que impone los intereses de las multinacionales farmacéuticas sobre los Estados, sobre todo del sur global, dependientes de las patentes y licencias sobre productos, vacunas y fármacos. La geopolítica sanitaria que impone el complejo médico farmacéutico financiero global (‘Big Pharma’), defiende sus intereses con una gran influencia sobre los Estados, controla el consumo masivo de fármacos y tecnologías sanitarias y genera enormes beneficios. La India, Sudáfrica y 90 países más han tratado de suspender los acuerdos de propiedad durante la pandemia, pero la Unión Europea, EEUU y otros países anglosajones se opusieron. El director de la OMS afirmó que «el mundo está al borde de un fracaso moral catastrófico» que «se pagará con las vidas de los países más pobres». Añadiendo que «si no podemos hacer exenciones durante tiempos difíciles y bajo condiciones sin precedentes, ¿entonces cuando?» (1)

Debemos ser conscientes en el mundo rico y privilegiado de que las consecuencias de esta pandemia no son todavía plenamente perceptibles. Son inimaginables en toda su amplitud. Sin actuaciones a nivel mundial basadas en la igualdad de oportunidades ante ésta y todas las demás enfermedades, todos perdemos. Si permitimos circular libremente el virus por la mayor parte del mundo por carencia de vacunación, estaremos preparando el terreno para la aparición de mutaciones que, aunque ahora sigan sin perder su eficacia a las vacunas, en el futuro pueden dejar de serlo. Por equidad y por egoísmo, es imprescindible que las vacunas lleguen por igual a todos los rincones del mundo. Y esto no puede ser una opción, es una obligación.

*Domus dei et porta coeli es la inscripción de las palabras del Génesis que figuran sobre la puerta de entrada de la preciosa iglesia jesuítica de las misiones de la Chiquitanía boliviana. Se usa aquí como metáfora de lugar de acogida a todos.

(1) «La desigualdad social es la peor de las pandemias». Entrevista a Joan Benach. Sección a debate. Revista Kaosenlared. 10 abril 2021

Emilio Ramos

Publicado en Salud a Diario

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