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En estos tiempos ha vuelto a la primera plana de las noticias el conflicto en la sanidad pública. Lo que no sé es si este hecho es afortunado o no.

Con la pandemia —la última por ahora— de covid llegó una oleada de sufrimiento y un seísmo que alteró sustancialmente el modo de vida de nuestra sociedad. Tan avanzada ella.

También supuso un estremecimiento del sistema de salud. No quebró, pero fue puesto a prueba y afloraron bruscamente muchas de sus debilidades. De hecho, en muchos aspectos, no se ha recuperado: demoras, desprestigio de algunas áreas de trabajo, incremento de morbimortalidad por patologías no abordadas a tiempo…

La epidemia supuso también —para muchos— una ocasión para la reflexión. Reflexión sobre el sufrimiento, sobre las cuestiones verdaderamente importantes en la vida, sobre lo artificioso de muchas relaciones sociales, incluso sobre nuestro propio estilo de vida. Muchos pensaban que tras la pandemia muchas cosas cambiarían en los modos y relaciones humanas. Pero no. Y van por ese camino, de relaciones humanas, estas líneas.

En el mundo sanitario, la pandemia pudo percibirse, en cierto sentido, como una oportunidad. Una oportunidad de mejorar. De mejorar los procedimientos, de incrementar la eficiencia, de renovar la organización; y en este sentido aparecieron —haciendo de la necesidad, virtud— algunas formas organizativas nuevas. O se emplearon de forma masiva opciones existentes.

Esto fue lo que sucedió con las denominadas “consultas telefónicas”. Se había descubierto una fórmula que agilizaba el sistema y, yendo más allá, nos lanzaba a la modernidad e introducía masivamente las TIC, o una parte de estas.

Desgraciadamente, se ha comprobado, pasado el tiempo, que fue un procedimiento que mantuvo la conexión con los pacientes, pero posibilitó errores, generó insatisfacción en sanitarios y pacientes, y despersonalizó —también masivamente— el proceso asistencial.

También desafortunadamente, este hábito de consulta telefónica se ha venido alargando en el tiempo excesivamente, y demasiadas veces sin criterios rigurosos de cuándo su uso es ventajoso.

En medicina, en el sistema de salud, la introducción de nuevas tecnologías es constante, naturalmente. Los avances técnicos, muchos e imparables.

Surge ahora, y se irá incrementando, el debate sobre la utilización, las ventajas y los límites —técnicos y éticos— de la Inteligencia Artificial aplicada a la medicina.

Y de aquí viene la reflexión de este pequeño billete. ¿Oponernos al avance de las tecnologías? No, nunca, por supuesto. Además, se trataría de una postura inane. El progreso, desde el punto de vista de su implantación, siempre triunfa.

El conflicto surge cuando somos conscientes de que la medicina es una ciencia que versa y actúa sobre personas.

No diré que la medicina es un arte, lo que me valdría algunos defensores y muchos vituperadores. Pero sí sostendré que la medicina debe huir de ser solo o mayormente tecnología; que los centros sanitarios no pueden convertirse en fábricas de salud; que no es aplicable un taylorismo —por actualizado que esté— a los modos de trabajo de los sanitarios.

En definitiva, y retomo la idea de arte, la medicina no puede perder su condición de relación humana con el paciente, no puede olvidar que cada paciente, cada persona, es única y singular. Que la reacción ante la enfermedad es específica en cada individuo.

Y que, por tanto, si no primar, sí debe tener un peso esencial la comunicación, el traslado de sentimientos, la empatía de sanitarios y pacientes.

En definitiva, si no arte, la medicina, el acto médico, sería una obra artesanal en este sentido, una actividad única y quizás irrepetible con cada paciente. Lo que vendría a traducir la implicación del profesional con el paciente.

¿Discutible?, seguramente. Pero si la medicina, aunque avance en lo científico, pierde su vertiente humana, artesanal, de arte, estará perdiendo parte de su esencia.

Miguel Gonzáles Hierro

Publicado en Salud a Diario

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